Los contornos oscuros de la tierra acababan de ponerse a la vista cuando el contrabandista forzó a todos a lanzarse al mar.
Roymar Bello gritó. Era una de los 17 pasajeros que había subido al sobrecargado barco de pesca con motores viejos en julio, con la esperanza de escapar del desastre económico de Venezuela en busca de una nueva vida en la isla caribeña de Curazao.
Temeroso de las autoridades, el contrabandista se negó a atracar. Ordenó a Bello y los demás que se lanzaran al agua, apuntando hacia la costa distante. En medio del pánico, ella fue empujada sobre la borda, cayendo a la oscuridad previa al amanecer.
Pero Bello no sabía nadar.
Cuando empezó a hundirse bajo las olas, otro migrante la tomó del cabello y la arrastró hacia la isla. Encallaron en un arrecife rocoso golpeado por las olas. Con raspones y sangrando, treparon, orando por encontrar un salvavidas: empleos, dinero, algo que comer.
“Valió la pena el riesgo”, dijo Bello, de 30 años de edad, y añadió que los venezolanos como ella, “vamos tras una cosa: comida”.