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sábado, diciembre 28, 2024

That mexican thing

POR: LUIS FARÍAS MACKEY

El primer paso del Holocausto fue el aislamiento. Diferenciar y separar efectivamente a quien se quiere destruir. Singularizar al objetivo, expulsarlo del contexto cotidiano y de las preocupaciones del resto de la población, discriminarlo, eliminarlo de los corazones y mentes de los demás.

Para ello es necesario acusar al objetivo “de crímenes odiosos, intenciones funestas y repugnantes vicios hereditarios” (Bauman, Modernidad y Holocausto), de suerte que su persecución y desaparición a nadie extrañe, y, peor aún, nada tenga que ver con la tranquilidad del resto de la población.

Los genocidios son posibles porque se deshumaniza a sus víctimas y con ello se libera a sus victimarios de toda carga moral.

El grupo perseguido no comparte igualdad de condiciones con su persecutor; siempre se da en relación de mayoría y minoría, de fuerte y débil. También se da en una tensión de identidades y límites: nosotros y ellos; los nuestros y los demás; lo mío y los míos y luego todo y todos los que quedan fuera, tanto los extraños en casa: “los extranjeros de dentro”, como los otros: los desiguales de casa.

En nuestra postmodernidad convulsa lo único cierto es que de nada hay ya certeza. Identidad y límite son conceptos inasibles, mudables, difusos. Naciones, sistemas, fronteras, monedas, hegemonías, modas e ídolos caen o desaparecen. Las viejas certezas y salvaguardas son borrosos recuerdos que nos despeñan al vacío, la desconfianza y la inseguridad.

El viejo sueño americano, como la carroza de Cenicienta, se convirtió en pesadilla y desesperanza para amplias franjas de su población. La otrora portentosa, feliz y promisoria sociedad norteamericana vive en el extravío, la indefensión, la zozobra y el miedo. Presta a entregarse al que le prometa un futuro sin dolor. Una sociedad nuevamente fuerte, orgullosa, prospera, armónica y libre de conflictos. Para ello sólo se requiere remitir pluralismo y liberalismo, libertades y derechos, democracia y tolerancia, convivencia civilizada y solidaridad con el resto del mundo. Remitir la humanidad en el y lo humano.

Si alguien pensó que después del holocausto y el estalinismo la humanidad estaba a salvo de recaer en la barbarie, se equivoca.

Tan cerca como nosotros mismos y nuestros hermanos avecindados en los Estados Unidos, atestiguamos la reedición de señalamientos y aislamientos deshumanizantes y discriminatorios. Hoy somos para muchos en esa sociedad la mismísima peste negra, las brujas de Salem, los causantes de todos sus males y los responsables del rosario de sus desventuras. No es una exageración. Es el eje rector de la campaña presidencial republicana en ese país.

No pequemos de ilusos. No seamos como los “colaboracionistas judíos”, creyendo que esa lumbre no nos llegará, que está destinada para algunos cuantos mexicanos desamparados y lejanos en situación de migración ilegal en aquel país; que el México exportador, el educado en sus universidades, el que compra en sus Malls, deposita en sus bancos, invierte en sus bienes raíces, se informa en el New York Times y vacaciona en Vail será excluido de la hoguera del odio al mexicano una vez desatado el aquelarre.

En abril de 1935, el rabino Joachim Prinz de Berlín resumió lo que era una categoría aislada: “El ghetto es el ‘mundo’. Fuera también es el ghetto. En el mercado, en la calle, en la taberna, todo es ghetto. Y tiene una señal. Esa señal es la falta de vecinos. Acaso esto no haya sucedido nunca en el mundo y nadie sabe cuánto tiempo se puede soportar; la vida sin vecino…”

Sin vecinos y sin hermanos, bien podrían decir los mexicanos y sus descendientes allende el Río Bravo. Nuestra indiferencia, además de suicida, es inexcusable cobardía y nefando abandono.

Nuestros hermanos en Estados Unidos están urgidos de paisanos antes que de vecinos. De solidario abrazo. De justo abrigo. Nunca nuestra generación había enfrentado un riesgo de semejante envergadura y terminal catadura. No es un problema de migrantes, es una crisis de todos y cada uno de los mexicanos. Pasar de los señalamientos de violadores, asesinos y narcotraficantes, a la proclama de que el mejor mexicano es el muerto no implica más que un paso.

“La carretera de Auschwitz la construyó el odio, pero la pavimentó la indiferencia” (Kershaw, Ian). Por ello le asistía la razón a Leo Back, Presidente de la comunidad judío alemana 1933–1943, cuando señalaba: “Nada es tan triste como el silencio”.

No pequemos de y en el silencio, nuestros hermanos urgen de nuestro exaltado grito y denodada defensa.

Es cierto, son sus elecciones, pero es la dignidad y quizás la sobrevivencia de millones de mexicanos se juegan en ellas.

Es cierto, son sus elecciones, como en su momento fueron las de Hitler y sus efectos derramaron el circuito de la democracia alemana para afectar directamente a la humanidad.
Es, finalmente, la dignidad humana asediada, una vez más, por las palpitaciones deshumanizantes de la civilización moderna con toda su capacidad demencial de alienación y destrucción.

La deshumanización empieza por cosificar al otro. La frase estrella de Pence en el debate fue that mexican thing again. Esa cosa mexicana, no los mexicanos o sus descendientes; no hombres, mujeres y niños; no familias; no seres humanos: cosa mexicana, what ever that means.

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