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sábado, diciembre 21, 2024

Peña Nieto y las ventajas del sistema parlamentario

POR: PLUMA INVITADA

La fallida jugada ideada por el presidente Peña Nieto y su grupo compacto para evitar la supuesta espantada del capital extranjero en caso de que venciera el candidato republicano Donald Trump ha producido todo tipo de epítetos. Entre ellos, destaca la acusación de haber traicionado a la patria.

Dejemos a un lado las dificultades asociadas a que un ente inalienable como es la patria se sienta traicionado o no; lo relevante aquí es si el presidente, dentro de sus funciones constitucionales, puede haber generado un daño tan elevado a sus conciudadanos como para ser removido del cargo. Dado que tan sólo estamos hablando de una entrevista con un candidato presidencial estadounidense (uno, sí, xenófobo y populista, pero respetuoso por ahora de los usos democráticos), cabría concluir que el presidente no hizo nada ilegal.

El presidente puede reunirse con los dictadores chinos, los opresores yanquis y hasta con los nuevos colonizadores europeos si cree que así se defenderá mejor a la nación. Asumir lo opuesto es simplemente dar por sentado que el presidente es agente extranjero orientado a debilitar el país. Si bien la presidencia actual se caracteriza por un comportamiento errático en rubros tan importantes como la lucha contra la corrupción o el crimen organizado, su metedura de pata con Trump podría más bien ser imputada a un intento desesperado por recuperar el tiempo perdido que por debilitar a la nación.

¿Por qué entonces acusaciones tan subidas de tono? Como el sistema presidencial mexicano sólo permite la remoción del presidente bajo acusaciones de traición o delitos graves, la oposición (la intelectual, más que la partidista) tiene que recurrir al dramatismo. Un sistema sin reelección y sin posibilidad de revocatorio fuerza a los opositores a recurrir a argumentos exagerados. Pero sería mejor gastar esfuerzos en promover reformas políticas que favorezcan la gobernabilidad del país (sin reducir la representación de las preferencias políticas de los ciudadanos), que buscar subterfugios legales para derribar a presidentes que perseveran en el error. El presidente Peña Nieto cuenta con una tasa de aprobación por debajo del 25 por ciento de los ciudadanos, la más baja de la reciente vida democrática. Si México fuera un régimen parlamentario, el presidente Peña Nieto seguramente ya habría sido removido a través de una cuestión de confianza por la propia bancada del PRI en el Congreso.

En las democracias parlamentarias, la mayor parte de los presidentes (o primeros ministros) no caen porque la oposición sea capaz de alterar la mayoría gobernante en el Congreso, sino más bien porque el partido del gobierno pierde la confianza en el primer ministro y le obliga a dimitar para sustituirlo por alguien más alineado con las preferencias políticas del partido. En uno de los casos más conocidos, Margaret Thatcher, la gran ideóloga de la reducción del estado del bienestar, se vio obligada a dimitir por las presiones de su propia bancada conservadora, interesada en frenar la caída en las encuestas por el desgaste de las políticas thatcherianas. John Major, el sucersor de Thatcher, fue capaz de recuperar el espacio perdido y derrotar por cuarta vez consecutiva a los laboristas. De esa derrota surgió el nuevo laborismo encabezado por Tony Blair.

El presidente Peña Nieto consideró que la corrupción y la criminalidad eran asuntos menores para los ciudadanos mexicanos en comparación con la economía. El presidente jugó fuerte de inicio con el empuje de las reformas energética, fiscal y educativa. Pero perdió. El famoso “crecimiento al cinco por ciento” se ha quedado en un raquítico dos por ciento, por debajo del crecimiento alcanzado en los últimos años de Calderón. Y cuanto más irrelevante es la gestión económica de esta presidencia, más resaltan sus aspectos “menores”: los escándalos de corrupción, la pésima gestión de Ayotzinapa, la creciente espiral de violencia criminal, la deshonrosa política exterior, y finalmente la tradicional doblez del poder frente a los sindicatos “bravos” que se oponen a las reformas.

Por todo ello, con un gobierno agotado, sin capacidad de reacción pero aún con dos años para enderezar algo el rumbo, la bancada priista sin duda preferiría sustituir a Peña Nieto por otro candidato de la casa que fuera capaz de levantar el vuelo y acortar la distancia que la oposición lleva en las encuestas. Pero el mal diseño institucional que sufrimos no permite esa posibilidad. Durante los dos años que quedan de presidencia, al PRI no le queda otra que bloquear como buenamente pueda las desnortadas iniciativas promovidas desde Los Pinos y poner velas a Ricardo Anaya y Miguel Angel Mancera para que desgasten a sus respectivos rivales internos, y allanen el camino para un candidato priista con el 30 por ciento de los votos.

*Luis de la Calle-Robles es profesor de ciencia política en el CIDE (Ciudad de México).

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