Por: MARÍA TERESA PRIEGO
MORELOS , Cuernavaca 8 de noviembre de 2016 (La Silla Rota).- La última y más humillante derrota de la legendaria lagarta Papillona: la disecaron. A ella, un símbolo del anhelo de libertad, la mantienen en cautiverio aún después de su muerte. Encerrada en un ataúd de cristal, encerrado a su vez en una habitación sin ventanas en el Parque- Museo La Venta en Villahermosa. A ella, la altiva, la memoriosa, la fugitiva, la libertaria, la amiga más cercana (y vecina) de la cabeza Olmeca, la que cavó varias veces túneles para escapar hacia la Laguna de las Ilusiones y lo logró, antes de ser capturada: ¡La disecaron!
Papillona la memoriosa en toda su belleza.
Papillona la memoriosa en toda su belleza.
Éramos niños, las voces alarmadas (y atónitas) anunciaban a través del radio: el inmenso cocodrilo que habitaba el estanque más grande del Parque- Museo La Venta, había desaparecido de su plácido hábitat en el que convivía con su corte de tortuguitas. Villahermosa era entonces una ciudad muy pequeña. Por semanas no se habló de otra cosa. Las versiones variaban: sus guardias llegaron a alimentarlo y no lo encontraron. No, fue el veterinario quien la buscaba con una jeringa de dos metros porque el animalote andaba gripiento, pero oh, sorpresa, su cuerpo desmesurado no apareció por ningún lado. Esta narración se refiere en buena parte a ella en masculino, porque por años y años se supuso que era un macho.
Los niños corrimos al parque Juárez para intercambiar impresiones: unos buzos revisaron el estanque de orilla a orilla y era un hecho rotundo: ni las luces de nuestro animal mitológico. ¿Se lo robaron? ¿En un tráiler? Pepo, que era una especie de líder de los boleros y adoraba las historias sanguinolientas, nos juró que había escuchado (en las escaleras del Palacio Municipal), a dos señores “importantes” que narraban el hallazgo (junto al estanque) de miembros humanos “diseminados”. Antes de ser subido al tráiler, el cocodrilo habría dado cuenta de algunos de sus captores. “Se lo merecían”, comentaron las Manzanitas, unas gemelitas de caritas redondas y chapeadas que ocuparon sus infancias en repartir limosnas y “merecimientos”.
“Ahora lo van a convertir en bolsas y zapatos”, insistían las Manzanitas, mirándose sus piecitos e imaginándose – quizá – ya calzadas con la piel de nuestra bestia mítica. Nunca me gustaron esas niñas. Por cantidad de personas como ellas, una sentía que la ciudad se convertía por momentos en un estanque bardeado. Minúsculo. Como un espacio de cautiverio. Sobre todo para las niñas con los cabellos restirados con dipitidoo en una cola perfecta. Y los zapatitos de charol. Las que ya conocíamos nuestro futuro completito y con detalle. Las niñas buenas. Las niñas decentes. Inscritas en un “deber ser de la femineidad” que entonces, no dejaba mucho hacia donde moverse. Yo soñaba con tomar un barco en el Puerto de Veracruz para fugarme a Francia. A París, para más detalle, y unirme a la corte de la gitana Esmeralda y de su cabra. Libre. Eso soñaba. Aunque en algún lugar sabía muy bien que “El jorobado de nuestra señora” era una novela. “Nada de eso existe en la realidad”, decía la madre superiora. “París sí existe, hermana”. “Pero queda muy lejos”. Pues más lejos nos quedaba el cielo, y era laboriosísimo intentar llegar. Y sin embargo, todos los días nos aplicábamos.
Nadie, (ni extraterrestre, ni humano) secuestró a nuestro cocodrilo. La versión del OVNI que sobrevoló la laguna también fue ampliamente comentada, su acuatizaje tuvo testigos, los marcianos habrían llegado a recuperar algunas piezas olmecas a las que se ha relacionado con ellos de manera insistente, pero como pesaban mucho, desistieron. Para no irse con los tentáculos vacíos, se llevaron al cocodrilo que cohabitaba con ellas en el Parque-Museo. “Quizá pensaron que era un espécimen humano”, dijo don Amador, que era un hombre culto y el principal propagador de la línea de investigación de la visita extraterrestre.
La historia resultó infinitamente más increíble y más bonita. El cocodrilo se liberó a sí mismo. El animal magnífico cavó un túnel que lo condujo derechito hacia la Laguna de las Ilusiones. Las voces en el radio alcanzaron decibeles nunca escuchados: “El lagarto se dio a la fuga”. Comenzó la caza. Lo llamaron “Papillon”, (en francés: mariposa), en memoria del personaje de la novela de Henri Charrière (¿recuerdan la película?), quien después de varios intentos logró fugarse de un penal de alta seguridad en la Guayana francesa. “¿Un túnel?” Mis rezos incluyeron esa vez a todo el santoral, a las cortes celestiales en pleno: “que no lo atrapen, por favor, que no lo atrapen. Que logre llegar hasta el Puerto de Veracruz de los lagartos”. Cavó el túnel con sus patitas. ¿Quizá también a mordiscos? El anhelo de libertad. Las familias enteras nos volcamos hacia las orillas de la laguna.
Todos creíamos verlo. Todos corríamos y señalábamos de un lado hacia el otro. “Allí está. Es él”. Podría jurar que una sola vez, de las tantísimas veces que fui a visitarlo cuando vivía en Villa y después, lo vi libre: su inmensa cabeza sobresaliendo del agua, su cola agitándose feliz como un rehilete. Inmenso, sorprendente. Descocado. Podría jurarlo, pero es mentira. Por el radio nos enteramos que lo habían atrapado. Y no sólo, que por primera vez después de todos esos años de cautiverio, un lagartólogo experto lo había analizado con minucia y había hecho una descubierta inaudita: Papillon, en realidad era una hembra. Mi corazón infantil estuvo al borde de la taquicardia por admiración intensa: Ella lo había logrado. La primera feminista tabasqueña del mundo animal.
Papillona se convirtió en un ícono del anhelo de libertad. La atraparon, es cierto. Volvió a su estanque y a su diálogo apenas interrumpido con la cabezota olmeca. Humillada y magnífica. Sometida y más glamorosa que nunca. Cuando me fui de Villahermosa le regalé un libro de poemas de Pellicer, y otro de José Carlos Becerra, para que los leyera al atardecer (son muy hermosas las caídas de la tarde sobre la laguna) con su corte de tortuguitas encimosas. Es un espacio tan bello El Museo La Venta, con su naturaleza desbordada. Sus lianas. Sus ceibas. Le presenté a mis hijos, la visité con ellos. Como tantísimas/os tabasqueñas/os – sin duda- mantuve con ella nuestro lenguaje secreto. Era eterna. Allí estuvo y allí estaría siempre. ¿Cómo podría ser de otra manera? Era la guardiana de las piezas olmecas, de la Laguna de las Ilusiones, de la ciudad. La guardiana del cielo tan azul de Tabasco. Inmóvil y memoriosa. La guardiana de la selva y de nuestros orígenes.
El 22 de enero de 2014 Papillona murió, se calcula que alrededor de los ochenta años, pero podría haber vivido cien. Dejó de comer. Dicen que la afectaron los cambios climáticos. Quizá también ese deseo imperioso de libertad la atacó de nuevo, a ella, quien logró escaparse tres veces. Quien se quedó casi ciega en una de esas fugas, cuando los anzuelos de unos pescadores dañaron sus ojos. El impostergable deseo de libertad. Como dos meses antes, durante nuestra visita a Villa y a su estanque, mi hijo Jerónimo me dijo: “¿Y cómo sabes que es la misma Papillona de tu infancia?” “¿Cómo?” “¿Y si se murió y colocaron allí a una idéntica?” ¿Morirse la Papillona? ¿A quién se le podría ocurrir una cosa semejante? La sola idea me dejó como catatónica. “Ninguna jamás podría ser ni siquiera parecida. La reconozco. La heroína de nuestra infancia, es Ella”.
Ayer regresé al museo al aire libre de La Venta. Entrando a la derecha hay una habitación desangelada y sin una sola ventana. No lo podía creer: allí está su cuerpo. A la Papillona libertaria le arrebataron su cuerpo. La convirtieron en un objeto inanimado de exhibición, prisionera en un ataúd de cristal, con las mandíbulas abiertas. ¿Murió así Papillona en el momento de su paro respiratorio, o alguien tuvo a bien forzar la pose? Su piel ahora como de plastiquito. Horrible. Estereotipada. Como si hubiera sido una lagarta cualquiera. Ella, la que cavó tres túneles. ¿Cómo pudieron hacerle esto?
“Por su importancia histórica dentro de la cultura tabasqueña, se buscó su conservación por medio del arte de la taxidermia, y así continuar admirando a este gran ejemplar, simbólico personaje de Tabasco”. ¿Lo pueden creer? ¿Quién que conozca su “importancia histórica” quiere “admirar” ese despojo que la denigra? Podrían haber incinerado su cuerpo y esparcido sus cenizas sobre la Laguna de las Ilusiones, para que la alcanzara por fin, para que se quedara en ella por siempre. Podrían haberla enterrado junto a la cabeza olmeca en una ceremonia fúnebre con marimba y tamborileros.
Pienso en “Muerte sin fin” del poeta tabasqueño José Gorostiza y su “lleno de mí, sitiado en mi epidermis”. Allí está el cuerpo de la Papillona, retenido a fuerzas en el mundo tangible, sitiada en ese cascarón artificial en el que convirtieron lo que alguna vez fue su piel. Allí está con esos colores raros que nunca fueron los suyos, humillada, prisionera, mirando hacia el infinito con sus ojos de canica. Además, para hablar de ella, volvieron a su nombre en masculino. No visiten nunca esa sala en el museo. Acérquense a la orilla de la laguna e imagínenla: libre, feliz, con su cabeza que avanza apenas asomada a la superficie. Su cuerpo kilométrico. Su cola que da vueltas como un rehilete. Imagínense una nube que dice: “Aquí yace (¿qué hacen las lagartas sino nadar, mirar, reflexionar, recordar y sobre todo: “yacer”?)… la lagarta más hermosa del mundo”.
@Marteresapriego
@OpinionLSR