POR: María Teresa Priego
CIUDAD DE MÉXICO 29 DE NOVIEMBRE DE 2016 (La Silla Rota).- Cuando una lee los testimonios de personas sometidas a circunstancias de crueldad extrema, hay una constante en medio de horror: la esperanza de salvar la vida y de que una vida más humana– tal vez- es posible. Sobrevivir, testimoniar (como un acto de memoria, de liberación y de justicia) y quizá, ser capaces de crear un futuro en el que el amor (con sus claroscuros y su luminosidad) venzan a los caudillos de la violencia. No es una cursilería hablar de amor, si entendemos que la capacidad de amar y de sentir empatía, la capacidad –verdadera- de sentir con los otros, son principios básicos de la salud emocional y la única manera de construir familias, culturas, sociedades inscritas en los derechos, la equidad y la búsqueda de lo que es justo.
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No nos tiene que caer bien un vecino, pero la mínima empatía nos podría permitir entender, que el hecho de que su personalidad nos desagrade, no implica que tengamos el derecho a arrojarle la basura en su puerta, ni el de mantener la música a todo volumen, para que no duerma. La empatía nos lleva a llamar una ambulancia, cuando hay una emergencia en la carretera. A detenernos. A hacer lo que esté en nuestras manos para apoyar a las personas que en ese momento viven una desgracia. La empatía es el más hondo y humano de los vínculos: “No te hago a ti, lo que no quiero que me hagan a mí. No te lo hago porque sé que duele, que es una falta de respeto, porque la calidad de tu cotidianidad de vida importa, como importa la mía”. Y esperemos: viceversa. Hablamos de “tejido social desgarrado”, y es un hecho. Desgarrado hasta los altos índices de criminalidad, homicidios, feminicidios que nos marcan la piel todos los días.
El tejido se desgarra y la escalada comienza. ¿Quién se arriesga a abrir su puerta porque le solicitan un vaso de agua? El ejemplo resulta ya tan disparatado, tan absurdo, ¿cómo semejante cosa puede ya siquiera mencionarse? No estoy cantando “De colores”, pero alguna vez vivimos un país en el que esa escena era posible. En el que era posible tomar el fresco con las puertas abiertas y ofrecer ese vaso de agua de limón. Hay países, en donde esa calidad de vida cotidiana existe. Hay países que han logrado no convertir sus territorios en la geografía de las fosas clandestinas, los secuestros, los abusos y los cuerpos mutilados.
Lo que siento no es una nostalgia por el pasado (que había que transformar de tantas, tantas formas), sino una profunda convicción de lo que puede ser el futuro en una democracia que erradique la violencia y el sistemático despojo que la provoca. ¿En qué momento se desgarra el tejido social? Quizá en el momento en que la impunidad ocupa el lugar que la ley deja vacío. En el momento en el que la mentira, el despojo y la impostura toman el poder. En el momento en el que las instituciones no responden y las palabras se convierten en la escalada de la burla más pública. En el momento en el que cada vez más y más personas pierden por completo la esperanza de que otra vida más humana y más justa es posible para ellos. En el momento en que cada vez más personas viven en el: “a mí ya me o arrebataron todo, yo ya no tengo nada que perder”.
Cada vez pienso en los pequeños sicarios que encuentran en las bandas criminales su única posibilidad de “pertenecer” en algún lado, de tener “un lugar”. Me refiero a aquellos que se unen de manera “voluntaria”. Esas/os jóvenes para quienes “la empatía” es una noción inexistente, porque la empatía se aprende. Alguien, alguna vez temprano en la vida, tendría que haberles tendido una mano. Consistente. ¿Quién protege a esa cada vez más inmensa tribu de desprotegidos en este país? ¿Ninguna vida mejor es imaginable? No hay nada imaginable sino ese abandono, esa soledad, ese infinito desamparo, esa infinita injusticia, ese evadirse en un bote de resistol o la atroz “promesa” de ser mirados, ¿y quizá tantito amados? Si logran obtener unos tenis Nike.
No permitamos que las palabras (y los contenidos de esas palabras) que construyen los principios básicos de una sociedad civilizada, nos sean arrebatadas. Las llevan y las traen desde sus tribunas impostoras de tan baja manera. Una los escucha decir: “Se hará justicia”, “el crimen no quedará impune”, “la educación es nuestra principal preocupación”, y una tiembla de impotencia. Una cierra el periódico. Apaga la tele. Pero esas palabras y sus contenidos “justicia”, por ejemplo, con todo lo que ese elemental anhelo humano implica, son nuestras, de cada mexicana/o que esté dispuesta/o a honrarlas. Leo constantemente testimonios de personas que sobrevivieron en circunstancias extremas que no podemos ni imaginar, ni asimilar, cuando no las hemos vivido. Observo la lucha sin tregua de las/os familiares de las/os desaparecidos y/o asesinadas/os. Y allí encuentro lo que estamos perdiendo: la fuerza y la esperanza de que otra vida, otro país es posible. Podemos reconstruir la empatía. Claro que podemos. Recuperar el valor de cada singularidad, de cada infancia, de cada adolescencia, de cada vida adulta. Podemos recuperarnos. Poco a poco: justicia, equidad, empatía, derechos. Confianza. Esperanzas.
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