Por: LUIS FARÍAS MACKEY
Quien nombra tiene una doble carga. Debe designar a la persona más idónea y hacerlo de forma tal que al final todos concluyan en que no había mejor carta que la escogida.
Para esto último, los procesos de nombramiento deben cuidar la honra y dignidad de los participantes. Observo los procesos de auscultación mexicanos y me sorprende que la Comisión Nacional de Derechos Humanos no ponga el grito en el cielo en defensa de los pobres auscultados, toda vez que nuestros diputados y senadores hacen de sus exploraciones inquisición e inmersiones en los infiernos de Dante. No hay nadie que sujeto a un proceso de nominación por nuestras Cámaras no haya sido objeto de todo tipo de vejaciones e infundíos. Es tal el extravío de algunos de nuestros legisladores –de inmediato viene a mi mente la impresentable Señora Sansores- que confunden examen con cacería, tortura y antropofagia.
De estos verdaderos potros de tormento y Hordas Caudianas en que se han erigido las comisiones legislativas inmersas en nominaciones no hay quien salga sano y salvo. Si antes de pasar por comisiones se es una persona integra, reconocida y capaz, saliendo de ella no queda nada presentable y meritorio. Son los propios legisladores quienes implantan en la opinión pública la duda, el odio y la incredulidad de quienes nombran.
Eso por lo que corresponde a la carga en tanto la dignidad de las personas. La otra carga es en cuanto a las instituciones a integrar. Nada más lamentable para la ya muy de suyo mellada institucionalidad mexicana que por procedimientos legislativos miopes y mortíferos termine siempre contra las cuerdas, no por falta de idoneidad en el cargo del designado (que también suele darse), sino por los desgastes a que se ven sometidas personas e instituciones por los juegos y arreglos de nuestra partidocracia en el Congreso.
Se desdoran personas e instituciones con procesos de designación opacos, negociados en lo oscurito, bajo criterios de cuotas e idoneidades basadas en componendas, compromisos, amistades o lealtad de grupo. Nada deslegitima más que, por sobre capacidad y experiencia (que suele haberlas para llegar a ese tablero), priven la cuota, el interés y el arreglo lúgubre de algún senador o fracción parlamentaria.
Ejemplos hay muchos de nombramientos que nacen muertos por culpa de sus parteros.
Pues bien, toca ahora nombrar al Fiscal Anticorrupción. El tema y su substancia no es menor y exige de nuestro Senado cuidar institución, cargo y persona.
Reconozco la valía y trayectoria de la gran mayoría de los inscritos. Quisiera, sin embargo, destacar lo que a mi juicio debe llenar quien finalmente resulte designado.
No basta, creo yo, ser abogado. Tampoco proceder de la sociedad civil o ser un connotado luchador social, así sea desde la academia militante o la prensa estrepitosa. El cargo demanda conocer por experiencia propia y de muchos años el sistema de procuración e impartición de justicia mexicano, las trampas, miserias e infiernos procesales, los vericuetos y usos de la administración pública, los comportamientos de los políticos, los manejos presupuestales y de cuenta pública, así como los entramados y juegos de espejos de las contrataciones de obra y servicios públicos y del régimen de concesiones.
Menester es conocer el terreno, la flora, la fauna, la geografía y los climas en los que se va a operar. Se requiere experiencia de campo y conocimiento práctico sobre experiencias, conductas, personalidades y mañas inmersas en el fenómeno de la corrupción. Se demanda, también, de las habilidades del administrador público, ya que el trabajo implica la alineación y coordinación de esfuerzos y recursos. Sería suicida que en casa del herrero el azadón fuese de palo.
Finalmente se requiere decisión, carácter y valentía probados. No temeridad ni afán de reflector, ni mañas tipo Chapa Bezanilla, ni fobias prejuiciosas y facciosas, ni filia superior a su función.
No necesitamos a un Sigfrido noble, candido y sin miedo. Ningún arcángel recién bajado del cielo sabrá navegar estas procelosas aguas mejor que un consumado Ulises.
En México ha terminado por prevalecer la conseja de que toda experiencia pública es nefasta. Ello nos llevó a entronizar a absurdos políticos como Medina, Borge y Duartes. Sin duda, lo reconozco, les precedieron muchos, algunos aún en activo, que con toda su “experiencia” resultaron igual o más nefastos. Pero no castiguemos conocimiento y experiencia; sancionemos conductas y juzguemos desempeños, de suerte que a quien sepa, pueda y no tengan esqueletos en el closet no se le impida aportar su saber y práctica a la función pública. De seguir bajo ese fario, el solo haber sido será estigma. Evitemos que saber sea condena.
La función pública es todo un universo que demanda conocimiento y práctica. Quien llegue de Fiscal Anticorrupción estará inmerso en ella y se enfrentará a gente avezada en su manejo. De allí que se requiera alguien que no necesite de lazarillo para guiarse en sus vertientes y sienta en la piel, intuya en sus entrañas y lea en el ambiente las señales tras las que se emboza la corrupción, las cuevas en las que se esconde, las cavidades por las que repta, las fuerzas oscuras que la guardan y los riesgos de quien la combate.
Finalmente, quien llegue, más que contar con el reconocimiento y apoyo de las fracciones legislativas del Senado, debe acuerparse en y con la propia sociedad civil. A ella es imposible engañarla a todo lo largo de una vida profesional interactuando con ella o bajo la óptica de sus organizaciones. Aquí entre nos, confío más en ellas que en las piras maníaco-legislativas de la Señora Sansores y en las cuotas partidocráticas.
Ningún mejor aliado del Fiscal Anticorrupción que la sociedad organizada en el control del poder. Allí radica su fortaleza. A menos que no sea eso lo que se busque.
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