POR: LUIS DE LA CALLE-ROBLES
Hace poco más de un mes, la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México echó a andar, con la ardua tarea de tener un texto presentable antes del 1 de febrero de 2017. Ya hemos escuchado los diversos argumentos que razonablemente critican la Constituyente. Para unos, el proyecto nació cojo: no sólo el 40 por ciento de los asambleístas fueron seleccionados a dedo, sino que para elegir al 60 por ciento restante, menos de uno de cada tres posibles votantes capitalinos se interesó por la consulta. Esta deslegitimidad de origen se agravaría por la ausencia de mecanismos de control a posteriori, que obliguen a la población a sancionar el texto deliberado. Para otros analistas, el problema no es tanto de procedimiento como de ejecución: un centenar de políticos sin candados ciudadanos podrían parir cualquier engendro y así empeorar el debilitado andamiaje institucional.
Pues bien, lo que sugiero en este artículo es que quizás no haya que preocuparse tanto por los riesgos de la Constituyente, porque existen probabilidades ciertas de que no salga, de que se les acabe el plazo sin haber alcanzado un borrador que cuente con la mayoría necesaria. Aunque ningún partido por sí solo tiene poder de veto, una coalición negativa entre dos partidos como Morena y el PAN podría alcanzar el tercio de votos necesarios para bloquear el proyecto. Veamos.
La literatura académica sobre las causas que explican la creación de nuevas constituciones apunta a tres factores y ninguno parece servir para entender la fiebre constitucionalista de los políticos capitalinos. En primer lugar, las asambleas constituyentes sirven para marcar el cambio de régimen, desde uno autoritario a otro democrático, como ocurrió en España en 1978 o en Brasil en 1988. En segundo lugar, la redacción de una nueva constitución a veces es fruto de un momento catártico de la clase política que busca ganar más legitimidad popular al establecer unas nuevas reglas del juego más cercanas a las demandas de los ciudadanos. Algo así ocurrió en Colombia con la creación de la constitución de 1991, que sirvió para descentralizar el poder político, permitir la elección popular de los alcaldes y facilitar la desmilitarización de la guerrilla del M-19. Finalmente, la tercera causa es el surgimiento de una nueva mayoría sociopolítica que busca, a través de la ingeniería constitucional, convertir parte de sus demandas en reglas del juego. Así se podría explicar la constitución bolivariana de Venezuela que Hugo Chávez consiguió aprobar en 1999 para cementar su amplia mayoría. Esta constitución no sólo otorgó poderes extraordinarios al ejecutivo sobre el legislativo y el judicial, sino que creó dos poderes adicionales (el ciudadano y el electoral) que se alinearon sistemáticamente con las preferencias políticas del inquilino del Palacio de Miraflores.
De estas tres causas (cambio de régimen, crisis política y nueva mayoría), ¿cuál aplica al proyecto constitucional capitalino? No parece que el cambio de régimen vaya a ser catapultado por la nueva Constitución; más bien, el DF fue la vanguardia del cambio político en el país y para ello no necesitó contar con un texto legal propio. Tampoco parece que el esfuerzo constituyente esté justificado por las demandas imperiosas de la sociedad civil capitalina: los números de participación apuntan hacia lo contrario. Y finalmente, quizás Miguel Ángel Mancera se ve a sí mismo cabalgando sobre una ola de vasto apoyo ciudadano a sus políticas progresistas, todas ellas coronadas con la reforma constitucional como catapulta hacia el trofeo mayor, la presidencia del gobierno federal. Pero estaría muy ciego el jefe de gobierno si esa fuera su interpretación de la realidad, ya que todas las señales apuntan al derrumbe de la hegemonía perredista en la ciudad.
¿Tendrá éxito la Asamblea en producir la tan añorada Constitución de la Ciudad? Las señales son mixtas. Por un lado, la evidencia nos indica que una vez que se convoca una asamblea constituyente, es muy difícil que no rinda algún documento de valor legal, por disparatado que sea. Normalmente, cuando no existe una mayoría a favor del cambio constitucional, los defensores de la idea ni siquiera la proponen, porque temerían perder la votación.
Pero la otra cara de la moneda es que esta reforma constitucional no es fruto de ninguna de las tres características antes mencionadas, por lo que tanto durante su discusión como a la hora de ser aprobada, la coalición proconstitucional puede dar síntomas de debilidad. Primero, porque un énfasis excesivo en los derechos colectivos a costa de los derechos individuales puede atemorizar a gran parte del electorado acomodado de la ciudad, lo que daría incentivos para que los partidos de derechas se opongan a la Constitución. El PAN tiene una oportunidad única para superar el 33 por ciento de votos que obtuvo Santiago Creel en 2000, y en una contienda con la izquierda dividida y con arrastre de voto por el efecto de la elección presidencial, podría pujar seriamente por la jefatura de gobierno. Y segundo, porque para Morena el fracaso de un proceso constituyente que han denunciado como poco democrático supondría la estocada definitiva al mancerismo, y la huida descontrolada de la izquierda gubernamental hacia la nueva mayoría morenista. Con un PRD débil, Morena tendría más fácil acceso al Palacio del Ayuntamiento.
En fin, quizás la irrefrenable pasión política por aprobar leyes de obligado incumplimiento y la búsqueda de nuevas rentas para las clientelas partidistas contribuyan a que la Ciudad de México alcance su plenitud constitucional. Quizás hasta se aprueben normas razonables, como reducir el período de gobierno a cuatro años o aprobar una segunda vuelta para los candidatos punteros. Pero si el PAN y Morena quieren realmente pelear por el hueso más cotizado de la ciudad, más les valdría escuchar a su electorado y usar sus 37 escaños para bloquear el último capítulo del activismo constitucional mexicano.
@OpinionLSR