SAN SALVADOR, EL SALVADOR, 9 DE OCTUBRE DEL 2016 (La Silla Rota).- Ser joven de una clase popular en El Salvador implica estar en constante peligro. Hay riesgo de caer en manos de La Mara, ya sea reclutado para la pandilla o simplemente por entrar a una zona donde gobierne una pandilla distinta a la que opera donde el joven vive. La paranoia con la que viven los salvadoreños es terrible. Quienes no pertenecen a las pandillas viajan en los autobuses con miedo, llegan a sus casas después del trabajo a encerrarse bajo llave y apagar todas las luces a las siete de la noche.
Los jóvenes que no están en La Mara difícilmente pueden tener relaciones de amistad o amor con alguien que no viva en su colonia, porque La Mara controla la entrada y salida de la gente a sus zonas de operación. Hay dos grandes pandillas, la Mara Salvatrucha que se identifica con él número 13 y Barrio 18.
El odio entre ambas es tal que la Mara pide identificación para entrar a sus colonias y si en ellas dice la dirección y no les parece pueden matar, en una zona 18, un niño no puede jugar con una camiseta de futbol que tenga el número 13 porque le disparan.
Las reuniones familiares de domingo se hacen en las contadas plazas comerciales que hay en la ciudad para que pueda ir la abuelita que vive en una zona donde hay más del Barrio 18 y la tía que vive en donde controlan los de la MS.
Aquí un joven no puede, al menos con toda tranquilidad, salir de la escuela y caminar a casa, menos subir a un autobús público, deben transportarse en automóviles privados y sus padres, aunque ganen el salario mínimo, unos 200 dólares al mes, invierten hasta el 30% de ese salario en pagarles transporte privado porque el miedo más grande de todo padre es que sus hijos caigan en manos de los Maras, como parte de la pandilla o simplemente por la bala de una de sus armas.
Todo salvadoreño vive en alerta, en continua alerta, los más relajados libran la batalla de salir a la calle a trabajar o a la escuela encomendándose a Dios, otros de plano tienen la filosofía de que, si te toca, pues te toca. «Somos 6 millones de salvadoreños no todos somos delincuentes», dicen.
Después de las ocho de la noche la gente se encierra literalmente en sus casas. Tienen una psicosis llegando a niveles absurdos. En un circo de pueblo les prohibieron a los dueños sonar la sabrosa canción El peluquero Salvatrucha de Aniceto Molina porque estaban en territorio del Barrio 18. Si la sonaban otra vez los iban a matar a ellos y a la gente que iba a la función.
Algo así le sucedió al comunicador radial en una comunidad, San Miguel, que pertenecía a una secta donde se tatuaban los 666, y lo mataron porque creía que era de la pandilla rival. Por circunstancias como estas los vendedores de uniformes de deportes en los mercados eliminaron los números 13 y 18 de las camisetas para evitar problemas.
«Vivimos en un desgraciado país, manchado de sangre con 15 homicidios diarios, decenas de personas desaparecidas, plagado de extorsiones, acosados por las facturas de las empresas, accidentes tránsito, tráfico de droga, delincuentes de colonia, delincuentes de empresas, delincuentes de gobierno, migración, desempleo, evasión de impuestos, impunidad e intolerancia. En este gueto llamado El Salvador nadie sabe si va a terminar el día.» Escribe Nelson Rentería en contra punto
Cristian Calles tiene 25 años y es presidente de la asociación de jóvenes «sembrando futuro», es activista y su más grande sueño es lograr penetrar en las primarias del país con talleres en prevención de la violencia y salvar a las generaciones que siguen de formar parte de Los Maras.
«Los ojos del mundo ven los jóvenes salvadoreños con estigma de la violencia en otros países nos ven más que como una oportunidad como un factor de riesgo y como jóvenes violentos y no todos pertenecemos a grupos delictivos».
Incluso, dice los mismos salvadoreños viven en paranoia continúa, me ha tocado subirme a autobuses con grupos de jóvenes de las comunidades donde la asociación trabaja y la gente los mira con miedo y abraza sus bolsas y eso es una muestra de que la gente ya no tiene confianza.
«Hay estigma porque yo ando con grupos de jóvenes intentando hacer actividades de recreación para mantener a los jóvenes entretenidos, pero nos estigmatizan en muchos sitios, solo por vernos en conjunto, a la gente le brinca, ver jóvenes juntos, aquí el ser joven es sinónimo de que eres violento».
«Las pandillas tienen más de 20 años, el problema que reflejan es la desigualdad social en la que vivimos en todo Latinoamérica, en especial en El Salvador que saliendo de una guerra civil entre un enfrentamiento armado entre el gobierno y fuerzas guerrilleras no tuvo el trato correcto de post guerra», dice.
«Los jóvenes de estratos bajos se vieron en la situación de encontrarse en un choque de culturas entre los jóvenes que fueron deportados de Estados Unidos y que habían estado viviendo allá huyendo de la guerra y los jóvenes que estaban aquí olvidados. Llegaron con una carrera delictiva e hicieron mancuerna con los jóvenes excluidos con padres o madres que vivían de indocumentados», explica.
«Aquí no hubo un tratamiento post guerra. Mi contacto real con las pandillas es continuo porque en la asociación hay jóvenes que pertenecieron a pandillas o que están en riesgo de pertenecer a ese grupo, nosotros hemos logrado salvar a jóvenes de meterse a La Mara con en el voluntariado».
La mara de vecino
«A los Maras los vemos en la misma calle donde vivimos, en la misma colonia, ahora tienen una presencia real en todo el país, en la colonia donde yo vivo hay una sola pandilla que se divide en dos clicas diferentes, pero los jóvenes no pueden andar vestidos de alguna manera, no pueden ir a ciertos espacios porque es una zona exclusiva de ciertos pandilleros».
«Tenemos que saber para movernos, estar informados de qué zona podemos visitar, debo saber en qué lugares opera la pandilla contraria».
«En la asociación tratamos de tenerlos ocupados que ocupen su tiempo en algo positivo, por eso formamos el grupo y muchas veces nos ha tocado informales a Los Maras que vamos hacer en esos territorios para que podamos entrar, para que la gente que va a dar talleres no vaya a correr ningún riesgo», dice.
«Se estigmatizó así a toda la generación joven del país», dice.
Salvador tiene 6 millones de habitantes, en las pandillas se calcula que con todo y familias hay unos 300 mil, pero aunque son minoría tienen a los jóvenes salvadoreños inmovilizados ya sea porque están condenados a la muerte por pertenecer a estas pandillas o por la nula esperanza de vivir una juventud libre y gozosa.
Los Maras hoy tienen presencia en todos los departamentos del país, en todas las colonias, en todas las zonas, pueden dividirse pedacitos de tierra urbanizados o rurales. Si un joven vive en una zona dominada por la MS 13 y no es Mara, pero tiene una novia en una zona dominada por Barrio 18 y quiere visitarla simplemente no puede porque saldría muerto del barrio.
Ellos piden identificación para entrar a sus colonias y si en ellas dice la dirección y no les parece pueden matar, en una zona 18, un niño no puede jugar con una camiseta de futbol que tenga el número 13 porque le disparan.
Las guerras civiles en Guatemala y El Salvador provocaron que toda una generación de refugiados llegara a Los Ángeles durante la década de los 1980. La marginación, la delincuencia y los conflictos con las bandas callejeras estadounidenses hicieron que muchos jóvenes latinos que se encontraban en un país desconocido se unieran para defenderse de las bandas integradas por otros colectivos.
Como algunos de los miembros ya tenían experiencia paramilitar o guerrillera adquirida en El Salvador, las bandas, especialmente la MS-13, se hicieron famosas por su crueldad, que tenía origen en las guerras que azotaban a sus países y que los volvieron insensibles a la violencia.
Con el tiempo ambas bandas crecieron y hoy en día su número de miembros sigue aumentando. Su influencia se extiende a muchas ciudades de Estados Unidos con la incorporación de otros grupos de migrantes de otros países de América Latina, como El Salvador, Honduras, México, Perú, Ecuador, Guatemala y Nicaragua.