POR: LUIS FARÍAS MACKEY
Cuando la opinión pública se decanta en un sentido genera una inercia difícil de remontar. Como los grandes transatlánticos, se requiere de amplísimo espacio y tiempo para cambiar el rumbo de las cosas.
Peña Nieto está inmerso en uno de esos ciclos de la política del que le es imposible salir. Si me permiten el símil, está atrapado en una ola. Y mientras sea revolcado por ella nada puede hacer para escapar de su fuerza.
De allí que todo lo que haga se le revierte. No necesariamente porque todo lo haga mal, sino porque está inmerso en un ciclo de opinión pública a la baja del que le es imposible escapar, al menos por ahora.
La clave está en los ciclos. Al igual que las modas, las olas son efímeras. Difícilmente Peña Nieto podrá detener la ola que hoy lo revuelca, pero ésta, más temprano que tarde, habrá de perder su fuerza y dependerá de lo maltratado que quede, del estado de su tabla (gabinete) y de su capacidad de aprender de los descalabros para que pueda volver a surfear y, tal vez, aprovechar un nuevo ciclo para revertir su mal fario.
Ahora bien, el ciclo a la baja de Peña Nieto tiene un impacto sociológico que hace revivir en nosotros la peor de nuestras taras y el más dañino de nuestros ciclos: la orfandad.
Los mexicanos inconscientemente andamos por la vida buscando padre o Tlatoani. No pugnamos por organizarnos y resolver con el sudor de nuestra frente los problemas de nuestra convivencia; añoramos y esperamos la llegada salvadora de un redentor, un nuevo sol, un Quetzalcóatl. En él depositamos nuestra vida y futuro; a él porfiamos la solución de todos nuestros problemas directos y personales. Ojo, no los propios de nuestra convivencia, no los de la sociedad en su conjunto, sino los que me atañen a mí personalmente. Por eso los gobernantes mexicanos arreglan pupitres y pizarrones en lugar del rezago educacional, sirven comidas en vez de garantizar autosuficiencia alimentaria, atienden la diabetes de Doña Chonita, no la obesidad nacional.
Al final del camino, los mexicanos siempre terminamos renegando de ese padre cuando, acabado por no poder saciar las demandas de los particularismos de todo un pueblo, llega su ocaso y el momento de un nuevo Tlatoani. Priva en el inconsciente social el tiempo cíclico azteca del nuevo sol que tanto atormentó a Moctezuma.
El mexicano ve en el presidente al gran dador, al solucionador de todo problema y, finalmente, al responsable de todos los males. Pero entre el padre todopoderoso y el padre fallido suele mediar un ciclo que permite al mexicano procesar y recrear una y otra vez el paso del jubilo al duelo, de la esperanza a la derrota, de la ilusión al desaliento, de la idolatría al odio; ciclo que abre la vía para deshacernos del padre acabado y odiado junto con las circunstancias de desamparo y frustración que en nosotros genera, y brinda la expectativa del nuevo y prometedor progenitor, regenerador de nuevo jubilo, esperanza, idolatría e ilusión.
Hoy ese ciclo se nos ha acortado. No sabemos si Peña Nieto pueda recuperarse y retomar el sitial sociológico político que le corresponde en el imaginario social, pero la beligerancia y sadismo que se expresan en su contra bien pueden responder a una sensación de orfandad adelantada sin contar aún con el cobijo de la esperanza inmediata del nuevo padre.
Ante un ciclo de padre sexenal acortado, las ansias y remordimientos parricidas se disparan sin que el nuevo padre esté próximo a ayudarnos a enterrar al viejo, y nos colme de falsas expectativas.
Estamos pues ante una orfandad precoz que nos priva de la tranquilidad de saberla pasajera y nos arroja a un vacío que genera angustia.
La ansiedad de sufrir un padre acabado antes del fin de su ciclo y la ausencia en el horizonte del padre nuevo despiertan en el mexicano un miedo inédito, y de allí la insidia contra Peña Nieto. No son tanto sus deficiencias y yerros, que los tiene, cuanto ver en él reflejada nuestra orfandad política y atrofia ciudadana.
El presidente en México es a un tiempo padre poderoso y culpable de todos los males porque reconocemos en él la fuerza para cargar con todas nuestras culpas. Pero cuando su fortaleza se convierte en debilidad y ésta le impide hacerse cargo de todas nuestros tropiezos, no nos queda más que cargarlos nosotros mismos y ello nos causa un miedo existencial que traducimos en odio enfermizo contra quien en su debilidad nos derivó las culpas: si a él, todopoderoso, le va como le va, qué será de nosotros que dependemos absolutamente de su persona. Y si a mí me va mal es porque él no me cumplió.
El odio que priva contra Peña Nieto lleva implícito el reconocernos en sus dudas y debilidades, el vernos reflejados en sus confusiones e inseguridades, el descubrirnos en su yerros e impotencias. Cuando el padre fuerte se nos convierte en calabaza antes de la medianoche, se acaba el cuento sexenal y no nos queda más que enfrentar nuestro destino en la desnudez de nuestra orfandad y con nuestras desastradas fuerzas.
De allí lo beligerante del antipeñismo, porque nos confronta con nuestras responsabilidades ciudadanas sin mediación de padre alguno.
En el odio hacía Peña Nieto hay mucho contra nuestra invalidez ciudadana, nuestra cobardía de no enfrentar como sociedad organizada nuestros problemas y en hacer recaer enfermizamente la responsabilidad total de México en una sola persona.
A veces pienso que el odio contra Peña Nieto de Aristegui, Ferriz de Con y Dresser, entre otros, responde a la inconsciente añoranza de un presidente autoritario que imponga férreos límites dentro de los cuales puedan moverse con seguridad (el límite es seguridad), mientras que con Peña se desconocen esos límites y, por ende, hasta dónde pueden ellos subir (dos buscan ya la Presidencia) o caer (una pervierte el periodismo para sostener las ventas de su portal), y ello les genera una anomia en términos de Durkheim (El suicido) que les causa una angustia existencial que manifiestan en rencor patológico.
El peligro de una orfandad adelantada es adoptar por padre al primero que toque a nuestra puerta o quien más se ensañe con el caído, evitando así, una vez más, hacernos cargo de nosotros mismos.
Pero quién sabe, quizás como con los sismos del 85, la orfandad precoz despierten en el mexicano los arrestos para madurar políticamente y hacerse ciudadanamente cargo de su destino.
@LUISFARIASM